El pintor Balthus habría sido centenario, hoy, 29 de febrero, ese día que aparece y desaparece cada cuatro años del calendario y que, como sugirió su fiel amigo el poeta Rainer Maria Rilke, le incitó a pensar que en el "crac" que se produce entre la noche del 28 de febrero y el 1 de marzo se hallaba su inspiración, su nacimiento.
La pincelada de Balthus estampó finas veladuras de pigmentos a la usanza de Delacroix sobre las telas de los lienzos, tratadas con "gesso" -como los maestros italianos Piero della Francesca y Masaccio de los que bebió, copió e imitó-, para llegar a la belleza, a la esencia del alma, al interior, al silencio de lo que perdura y de lo que es esencia en el ser humano.
Balthus -cuyo nombre era Baltasar Klossowski de Rola (1908-2001)- fue autodidacta, pero, como él indica en sus "Memorias", desde su más tierna infancia nació y creció en una familia linajuda de origen polaco con un ambiente totalmente favorable para desarrollar su talento artístico.
Su padre, Erich Klossowski, era un historiador y crítico de arte, y su madre, Elizabeth Dorotea Spiro, era pintora y tras su separación, en 1919, se hizo amante del poeta alemán Rainer Maria Rilke, quien propuso al joven Balthus, de 12 años, la edición de su libro "Mitsou. Historia de un gato", en la que con unos trazos sencillos de tinta negra se trata el tema de la pérdida de un gato que había encontrado un niño.
Esta primeriza influencia de una novela china le hizo al autor de "Las Elegías de Duino" creer que el pequeño Balthus albergaba una sensibilidad refinada, propia de unos pocos elegidos, y entabló una amistad irrompible con él, manteniendo una correspondencia que está recopilada bajo el título "Cartas a un joven pintor".
Así, el conde Balthus, a pesar del surgimiento de los movimientos de vanguardia, cultivó en pleno siglo XX su estilo, rezó ante sus cuadros, acarició sus telas y trabajó teniendo en cuenta las enseñanzas de los pintores renacentistas.
"La mayoría de los que se dedican al llamado arte contemporáneo son unos imbéciles", afirmaba el artista, que admiró a los españoles Picasso, Miró y Tapiès y mantuvo amistad con relevantes personalidades como el escultor y pintor suizo Alberto Giacometti, el fotógrafo francés Henri Cartier-Bresson, los escritores Andrè Gide y Antonin Artaud y el cineasta italiano Federico Fellini.
Su máxima era "pintar como se reza", y así era: antes de comenzar una nueva obra, Balthus rezaba y contemplaba la disposición de los colores, la lectura a través de la composición y sus diagonales, meditaba observándola, incluso cuando en el ocaso de sus días -cuando apenas veía y no podía leer- sus pupilas captaban la luz para pintar "bajo el signo de lo espiritual".
Esta necesidad de la pintura como verdad y forma de "acceder al misterio de Dios" en sus retratos y en sus pinturas de niñas en poses inocentes, desnudas o sensuales, generó controversia en una parte de la sociedad, lo que le llevó a recibir calificativos de su obra de toda clase, desde erótica hasta pederasta.
Su punto de vista convergía con el del escritor Lewis Carroll con su "Alicia en el País de las Maravillas", a la hora de "plasmar el encanto de la infancia", ya que como decía Balthus se interesaba en la "lenta transformación del estado de ángel al estado de niña", no en el aspecto más material, superficial y erótico, sino en el paso etéreo del ser, de su transformación.
Tal vez, hoy, en pleno siglo XXI, en el que en cierta medida hay una contradicción entre la enseñanza académica y el mercado del arte, cabe recordar al artista contemporáneo una frase de Balthus: "Desde pequeño me enseñaron a admirar el pasado y respetarlo como un medio para avanzar uno mismo".
Este artista -que fue maestro de la composición y que su pincelada fue tan refinada que la piel de las niñas se deja sentir en el silencio de los espacios retratados en los lienzos, que capturan el tiempo- es memorable más allá de su natalicio.
Así, quien no conozca su obra, contémplela. Como le dijo Balthus en un telegrama al crítico de arte inglés John Russell con motivo de una retrospectiva en la Tate Gallery de Londres: "Empiece así: Balthus es un pintor del que no se sabe nada. Ahora podemos mirar sus cuadros".
Para la pintura suprema de este maestro sobran las palabras.
Balthus -cuyo nombre era Baltasar Klossowski de Rola (1908-2001)- fue autodidacta, pero, como él indica en sus "Memorias", desde su más tierna infancia nació y creció en una familia linajuda de origen polaco con un ambiente totalmente favorable para desarrollar su talento artístico.
Su padre, Erich Klossowski, era un historiador y crítico de arte, y su madre, Elizabeth Dorotea Spiro, era pintora y tras su separación, en 1919, se hizo amante del poeta alemán Rainer Maria Rilke, quien propuso al joven Balthus, de 12 años, la edición de su libro "Mitsou. Historia de un gato", en la que con unos trazos sencillos de tinta negra se trata el tema de la pérdida de un gato que había encontrado un niño.
Esta primeriza influencia de una novela china le hizo al autor de "Las Elegías de Duino" creer que el pequeño Balthus albergaba una sensibilidad refinada, propia de unos pocos elegidos, y entabló una amistad irrompible con él, manteniendo una correspondencia que está recopilada bajo el título "Cartas a un joven pintor".
Así, el conde Balthus, a pesar del surgimiento de los movimientos de vanguardia, cultivó en pleno siglo XX su estilo, rezó ante sus cuadros, acarició sus telas y trabajó teniendo en cuenta las enseñanzas de los pintores renacentistas.
"La mayoría de los que se dedican al llamado arte contemporáneo son unos imbéciles", afirmaba el artista, que admiró a los españoles Picasso, Miró y Tapiès y mantuvo amistad con relevantes personalidades como el escultor y pintor suizo Alberto Giacometti, el fotógrafo francés Henri Cartier-Bresson, los escritores Andrè Gide y Antonin Artaud y el cineasta italiano Federico Fellini.
Su máxima era "pintar como se reza", y así era: antes de comenzar una nueva obra, Balthus rezaba y contemplaba la disposición de los colores, la lectura a través de la composición y sus diagonales, meditaba observándola, incluso cuando en el ocaso de sus días -cuando apenas veía y no podía leer- sus pupilas captaban la luz para pintar "bajo el signo de lo espiritual".
Esta necesidad de la pintura como verdad y forma de "acceder al misterio de Dios" en sus retratos y en sus pinturas de niñas en poses inocentes, desnudas o sensuales, generó controversia en una parte de la sociedad, lo que le llevó a recibir calificativos de su obra de toda clase, desde erótica hasta pederasta.
Su punto de vista convergía con el del escritor Lewis Carroll con su "Alicia en el País de las Maravillas", a la hora de "plasmar el encanto de la infancia", ya que como decía Balthus se interesaba en la "lenta transformación del estado de ángel al estado de niña", no en el aspecto más material, superficial y erótico, sino en el paso etéreo del ser, de su transformación.
Tal vez, hoy, en pleno siglo XXI, en el que en cierta medida hay una contradicción entre la enseñanza académica y el mercado del arte, cabe recordar al artista contemporáneo una frase de Balthus: "Desde pequeño me enseñaron a admirar el pasado y respetarlo como un medio para avanzar uno mismo".
Este artista -que fue maestro de la composición y que su pincelada fue tan refinada que la piel de las niñas se deja sentir en el silencio de los espacios retratados en los lienzos, que capturan el tiempo- es memorable más allá de su natalicio.
Así, quien no conozca su obra, contémplela. Como le dijo Balthus en un telegrama al crítico de arte inglés John Russell con motivo de una retrospectiva en la Tate Gallery de Londres: "Empiece así: Balthus es un pintor del que no se sabe nada. Ahora podemos mirar sus cuadros".
Para la pintura suprema de este maestro sobran las palabras.
Fuente: EFE
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